“La injusticia tiene su origen en el corazón del hombre”. Mons. Alvarez

“La injusticia tiene su origen en el corazón humano, donde se encuentra el germen de una misteriosa convivencia con el mal”, dijo Monseñor Rolando Alvarez, Obispo de la Diócesis de Matagalpa, en su homilía el domingo 20 de septiembre al celebrar la Santa Misa en la Iglesia Catedral San Pedro Apóstol. Inspirado por el magisterio del Papa Francisco y del Papa emérito Benedicto XVI, Monseñor Rolando José se refirió a la Justicia:

Guiado por el magisterio del Papa Francisco y del Papa Benedicto XVI, me detengo ante el significado de la palabra justicia, que implica dar a cada uno lo que es debido, lo suyo, lo que le corresponde. Pero en qué consiste esto?

Muchas ideologías tienen este postulado, dado que la injusticia viene de fuera y para que reine la justicia es suficiente con eliminar las causas exteriores que impiden su puesta en práctica. Esta manera de pensar, advierte Jesús, es ingenua y totalmente parcial.

Para muchos la forma de hacer justicia es eliminar al contrario, destruir al que piensa diferente, censurar, silenciar el discurso distinto del mío.

La injusticia tiene su origen en el corazón humano, donde se encuentra el germen de una misteriosa convivencia con el mal. Cada persona, llamada por naturaleza a la libre inclinación de compartir, siente dentro de sí una fuerza de que lo lleva a replegarse en sí mismo, a imponerse por encima de los otros y contra los otros iniciando un camino del egoísmo que conduce a la iniquidad, a la ilegalidad, a la corrupción, a la crueldad, a la arbitrariedad, al abuso, a la humillación, al ultraje, a la infamia.

Dios está atento al grito del desdichado y como respuesta pide que se le escuche: pide justicia con el pobre (cf. Si 4,4-5.8-9), el forastero (cf. Ex 20,22), el esclavo (cf. Dt 15,12-18), por lo tanto, para entrar en la justicia es necesario salir de esa autosuficiencia, del profundo estado de egoísmo, que es el origen de la injusticia, que la Ley, por sí sola, no tiene el poder de realizar.

¿Cuál es, pues, la justicia de Cristo? ¿Qué justicia existe dónde el justo muere en lugar del culpable y el culpable recibe en cambio la bendición que corresponde al justo? Con esto acaso, cada uno no recibe lo contrario de lo que es debido, de lo suyo o de lo que le corresponde?

Pues es en este comportamiento dónde se manifiesta la justicia divina, que es profunda y radicalmente distinta de la humana. Dios ha pagado por nosotros en Su Hijo el precio del rescate, un precio verdaderamente desmedido.

Si pensamos en la administración correcta de la justicia humana, vemos que quien se considera víctima de un abuso solicita un juicio en el tribunal y pide que se haga justicia. Se trata de una justicia retributiva, que inflige una pena al culpable, según el principio de que a cada uno se le debe dar lo que le es debido, lo suyo, lo que le corresponde. Este camino, no vence al mal, sino que simplemente lo contiene, lo refrena. Sólo respondiendo a ello con el bien, es como el mal puede ser realmente vencido.

He aquí, otra manera de hacer justicia, que la Escritura nos presenta como principal camino. Se trata de un procedimiento que evita el recurso al tribunal y prevé que la víctima se dirija personalmente al culpable para invitarlo a la conversión, como nos lo decía el Evangelio de hace dos domingos, ayudando a entender que está haciendo el mal, apelando a su conciencia. De este modo, arrepentido y reconociendo el propio error, él, ella, puede abrirse al perdón que la parte ofendida le está ofreciendo. Y esto es bello: en seguida después de la persuasión de lo que está mal, el corazón se abre al perdón, que se le ofrece. Es este el modo de resolver los discrepancias dentro de las familias, en las relaciones entre esposos o entre padres e hijos, donde el ofendido ama al culpable y quiere salvar la relación que lo une a otro. También de este modo, ofreciendo el perdón, es que podrán curarse tantas heridas que se atesoran en el corazón y que tienen tan golpeada a nuestra sociedad. No existe otra forma de salir de este enjambre. El corazón del nicaragüense debe ser sanado, debe iniciar un proceso de perdón interior, un camino sin duda arduo, duro, pero debe iniciarse y perseverar en ello.

Ciertamente este camino requiere que quien ha sufrido el mal esté dispuesto a perdonar y desear la salvación y el bien de quien lo ha ofendido, de quien le ha hecho un terrible mal. Pero sólo así la justicia puede triunfar, porque si el culpable reconoce el mal hecho, y deja de hacerlo, y es aquí que el mal no existe más, y el que era injusto llega a ser justo, porque es perdonado y ayudado a volver a encontrar el camino del bien.

Y aquel que ha hecho un daño debe estar dispuesto a restituir y a resarcir a quien haya ofendido, de aquellos de quienes haya abusado.  No importa el costo de la restitución; debes estar dispuesto a hacerlo.

Zaqueo optó por compartir y reparar las ilegalidades cometidas; devolvió con generosidad los bienes mal habidos, sin justificarse. Reparar los daños es una obligación de quien quiere estar delante del Señor con la dignidad de hijo suyo. Hay que reparar los daños económicos, físicos y psicológicos perpetrados contra otras personas. Zaqueo al decidir restituir y aun indemnizar a quienes había defraudado, es probable que se estuviera exponiendo a tener que entregar la otra mitad que le quedaba de su riqueza. Él se compromete a devolver cuadruplicado el monto de lo que había tomado deshonestamente, yendo así mucho más allá de lo que mandaba la ley. Zaqueo, “al sentirse tratado como “hijo”, comienza a pensar y a comportarse como un hijo, y lo demuestra redescubriendo a los hermanos. Bajo la mirada de amor de Cristo, su corazón se abre al amor del prójimo. De una actitud cerrada, que lo había llevado a enriquecerse sin preocuparse del sufrimiento ajeno, pasa a una actitud de compartir que se expresa en una distribución real y efectiva de su patrimonio: “la mitad de los bienes” a los pobres. La injusticia cometida con el fraude contra los hermanos es reparada con una restitución cuadruplicada (cf. San Juan Pablo II, 17 de marzo, 2002).

«¿Acaso quiero yo la muerte del malvado […] y no que se convierte de su condena y viva?» (Ezequiel 18, 23; cf. 33, 11),. Este es el corazón de Dios, un corazón de Padre que ama y quiere que sus hijos vivan en el bien y la justicia. Un corazón de Padre que va más allá de nuestro pequeño concepto de justicia para abrirnos los horizontes inconmensurables de su misericordia. Un corazón de Padre que no nos trata según nuestros pecados y no nos paga según nuestras culpas (Sal 103).

En la homilía también abordó tres males endémicos que acechan a cada persona: La envidia, el egoísmo y la ambición.

Refiriéndose al primero dijo que para la persona envidiosa le causa tristeza el avance de los otros, o alegría el sufrimiento de los demás. “La envidia es tan peligrosa que podría conducir al que la padece a querer hacerle daño a aquel que va progresando en la vida, al que va teniendo logros en el afán de cada día, el envidioso para bajar al otro del pedestal es capaz de dañar su corazón, y cuando ya el corazón de una persona está dañada, hay que buscar con urgencia la sanidad de el corazón”.

“El egoísmo es como me gusta explicarlo una inflación del ego, del yo que va adquiriendo cada día más espacios, la persona que cada día va ocupando los primeros lugares, que quiere tener privilegios, el egoísta que quiere ser elogiado, aplaudido, consultado, ser el punto de atención y cuando no logra que los demás lo vean como el más importante fácilmente cae en la envidia, por eso se puede convertir en un autosuficiente, por eso el egoísmo es un camino que lleva al mal porque pasa de la autosuficiencia a la soberbia, saltando al orgullo”.

“El egoísta cree que es lo mejor del mundo, para el egoísta es inconcebible pensarse en un segundo y peor en un tercer lugar, el egoísta en esta idolatría que vive va desconfigurándose interiormente. El egoísta quiere hacer su gusto, su capricho, sus palabras y pensamientos deben ser lo que se debe seguir porque para él lo suyo es lo más importante”.

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Hablando sobre el ambicioso Monseñor Alvarez dijo que para esta persona es importante tener más poder, para el
ambicioso lo que prevalece es el tener y termina siendo esclavo de sus propias ganancias, haberes y poder, de su tener porque no se concibe sin ello, el ambicioso fácilmente cae en la corrupción en cualquier tipo o género que sea, para él no importa los medios sino el fin, el fin justifica los medios, “por eso, este es otro camino del mal”.

Misericordia de Dios:

En este punto el Obispo dijo que ante todo esto se contempla la Misericordia de Dios, porque este es el Dios de la Misericordia, un Dios en el que la viña no es una unidad de producción, sino en el que claramente se mira que la Iglesia es un don de su amor, un amor misericordioso con todos, “con los jornaleros invitados en la mañana, a media mañana, a mediodía, hechos pasar a media tarde y al atardecer, generosos con todos, un Dios que está llamando a su servicio a todos y cada uno de nosotros, un Dios que está a la puerta y llama tal como dice el Apocalipsis (3, 21)”, expresó.

Redacción: Diócesis Media.