Solemnidad de Nuestra Señora de la Merced Tercera Carta Pastoral de Monseñor Rolando Alvarez

Con una solemne celebración Eucarística y sin la presencia física de fieles como prevención ante la COVID-19, pero con miles unidos a través de los medios de comunicación y redes sociales, la Diócesis de Matagalpa celebró a su patrona Nuestra Señora de la Merced, el 24 de septiembre. En esta ocasión Monseñor Rolando Alvarez emitió su tercera carta pastoral: “Espiritualidad de la Cruz en la vocación sacerdotal”.

Asimismo fueron ordenados 6 diáconos: Edgar Balmaceda, Paúl Tinoco, Winston Martínez, Omar Zeledón, Jader Guido y Luis Tórrez.

A continuación el texto de la homilía que es la tercera carta pastoral de Monseñor Rolando José:

“Espiritualidad de la Cruz en la vocación sacerdotal

“El que quiera venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga” Mateo 16,24.

Amadísimos sacerdotes, religiosos, religiosas, seminaristas, fieles, hombres y mujeres de buena voluntad.

He querido dedicar mi Tercera Carta Pastoral a reflexionar sobre la espiritualidad de la cruz. La cruz que es símbolo del amor de Jesús que se entregó en sacrificio y ofrenda por sus amigos. Pero el signo de la cruz no se refiere solamente a Cristo, también nosotros, sus discípulos, tenemos que cargar con la cruz de cada día. Estamos llamados a completar y prolongar el sacrificio de Cristo, «completo en mi carne lo que falta a los sufrimientos de Cristo» (Col 1, 24), de modo de ofrecernos al Padre Celestial juntamente con Jesús, como víctimas por la salvación de todos.

Para el ser humano el dolor es un misterio incomprensible que en un primer momento se rechaza. Este misterio se ilumina únicamente al encontrar su sentido en Cristo, que “se hizo obediente hasta la muerte de cruz” (Flp 2, 8); porque la vida sólo aparece en toda su hermosura a partir de la cruz de Cristo, y puesto que, también nuestro sufrimiento unido al de Cristo es un instrumento de salvación, y por tanto, una verdadera misión.

Queridos seminaristas, me dirijo a ustedes: La devoción a la cruz no es una devoción más entre muchas otras espiritualidades cristianas; no, se sitúa en el centro de la buena noticia, porque la cruz es el símbolo del amor salvífico de Jesús, de lo que Cristo lleva en el centro de su persona, en su Corazón Sacratísimo: “En esto hemos conocido el amor, en que Él dio su vida por nosotros y nosotros debemos dar nuestra vida por nuestros hermanos” (1Jn 3, 16).

Jesús crucificado proclama que el amor que se da es la esencia del ser Dios. “El amor de Dios hacia nosotros se manifestó en que Dios envió al mundo a su Hijo unigénito para que nosotros vivamos por Él. En eso está el amor, no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó y nos envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados. Carísimos, si de esta manera nos amó Dios, también nosotros debemos amarnos unos a otros” (1Jn 4, 9-11).

Queridos vocacionados: Recuerden constantemente que el amor que Jesús nos muestra a través del símbolo de la cruz es entrega, sacrificio, perdón, salud, curación, unión, lealtad a los amigos, renuncia al poder, solidaridad con los débiles y confianza en la providencia divina.

La cruz para nosotros es el signo que nos invita a una continua y permanente conversión, a un cambio radical y profundo, es la destrucción del egoísmo hasta en sus más hondas raíces para lograr una vida de servicio y entrega a los demás, de modo que podamos como Cristo Sacerdote dirigir nuestra mirada al Padre para glorificarle; a Jesucristo, en el ofrecimiento diario de la cruz de cada día por la santificación y la salvación eterna de nuestros hermanos y la propia.

La vocación a transformarnos en Cristo, Sacerdote y Víctima, sólo puede realizarse mediante un trato más íntimo con Él, que nos lleve a tener sus mismos sentimientos. Por eso, para crecer en la espiritualidad de la cruz, la oración frecuente y perseverante es una exigencia.

Muy a menudo queremos vivir una espiritualidad ligth, mundana, rodeada de ruidos, sin ahondar en el profundo océano que es Dios, donde el silencio y la contemplación son esenciales en nuestra comunicación con Él. Dios nos habla en la medida que aprendemos a escucharle, a vivirlo en una comunión atenta de corazón a corazón, frente al sagrario, en silencio, contemplando al Rey de la Gloria en la humildad de la Sagrada Forma. Él se manifiesta en el silencio, en la quietud de un corazón que entra en intimidad con Él y en Él. “Tú, cuando ores, entra en tu habitación cierra la puerta y tu Padre que se encuentra ahí, te escuchará” (Mt 6, 6).

La contemplación y espiritualidad de la cruz está enraizada en el misterio grandioso de Cristo mismo, que nos lleva por medio de su sacrificio y resurrección a la plenitud de la vida. “Jesucristo ha manifestado en sí mismo el rostro perfecto y definitivo del sacerdocio de la nueva Alianza. Esto lo ha hecho en su vida terrena, pero sobre todo en el acontecimiento central de su pasión, muerte y resurrección” (Pastores dabo vobis, n. 13). “Conforma tu vida con el misterio de la cruz del Señor’. Ésta es la invitación, la exhortación que la Iglesia hace al presbítero en el rito de la ordenación, cuando se le entrega las ofrendas del pueblo santo para el sacrificio eucarístico” (Pastores dabo vobis, n. 24).

Les invito pues, queridos seminaristas, a tener momentos de contemplación amorosa y silenciosa ante Cristo crucificado, ya que nuestra vocación nace de su costado abierto y del dolor del pueblo. Recuerden que “La conformación del sacerdote a Cristo no pasa solamente a través de la actividad evangelizadora, sacramental y pastoral. Se verifica también en la oblación de sí mismo y en la expiación, es decir, en aceptar con amor los sufrimientos y los sacrificios propios del ministerio sacerdotal” (Directorio para el ministerio y la vida de los presbíteros, “Y ahora queremos dirigir directamente nuestra paternal palabra a todos vosotros, queridos hijos, sacerdotes del Altísimo (…): llegue a vosotros, gloria y gozo nuestro, que lleváis con tan buen ánimo el peso del día y del calor, que tan eficazmente nos ayudáis a Nos y a nuestros hermanos en el episcopado en el desempeño de nuestra obligación de apacentar el rebaño de Cristo, llegue nuestra voz de paterno agradecimiento, de aliento fervoroso, y a la par de sentido llamamiento, que aun conociendo y apreciando vuestro laudable celo, os dirigimos en las necesidades de la hora presente. Cuanto más van agravándose estas necesidades, tanto más debe crecer e intensificarse vuestra labor salvadora; puesto que vosotros sois la sal de la tierra, vosotros sois la luz del mundo” (Encíclica Ad Catholici Sacerdotii, Papa Pío XI, n. 67).

 Amados hermanos todos: Nicaragua, pueblo de las periferias, nación de rostros sufrientes, lleva muchos años cargando una cruz muy pesada. Y ante esto, como ya les he mencionado, el pueblo tiene tres tentaciones: el odio que autodestruye, el miedo que paraliza y la desesperanza que sepulta en vida.

Pero este pueblo cuenta con tres fuerzas grandes y extraordinarias: la oración, donde habla con Dios y se le revela Su Voluntad que es perfecta en sus designios de salvación y liberación; la humildad que le permite ser glorificado porque el Señor “enaltece a los humildes” (Lc 1, 52), y la caridad, porque el amor es la fuerza indestructible que vence toda soberbia que es derribada de su trono (cf. Lc 1, 52).

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Y por Cristo, que en la cruz ha tomado sobre sí el dolor de este pueblo, somos llevados por la esperanza a la resurrección. Porque no hay cruz sin resurrección ni gloria sin cruz. Cristo ha vencido a la muerte para que también nosotros resucitemos. Es la Buena Noticia: morir ya no es morir, es sólo un paso, el tránsito hacia la vida perdurable y dichosa. Así lo entendieron los apóstoles después de la resurrección del Señor. Experimentaron que Él estaba vivo y comprendieron que su promesa de vida eterna es una promesa que se cumple. La muerte no es el final; Jesús abre el camino hacia una nueva humanidad; por eso en Nicaragua lo imposible se vuelve posible. Nuestra cruz se transforma en resurrección.

Nuestra Señora de la Merced

Cristo crucificado resucita en cada nicaragüense que se abre a la esperanza.

Creer en la resurrección de Jesús, no es solamente tener por cierta su resurrección, sino resucitar. Ya hemos resucitado con Él. “¡Despierta, tú que duermes; levántate de entre los muertos, y Cristo será tu luz!” (Ef 5, 14). La Resurrección se puede vivir ya, ahora, antes incluso de haber atravesado la puerta que es la muerte, porque hemos muerto con Cristo y hemos resucitado con Él. Dios se ha hecho hombre para salvarnos de la muerte eterna; ha pagado por nosotros; ha muerto en nuestro lugar para, resucitando, resucitarnos. Podemos darlo por seguro, porque Jesucristo lo ha prometido y su palabra no pasa porque es palabra de vida eterna.

María Santísima, que se asoció como madre a la ofrenda sacerdotal de Cristo, al aceptar amorosamente la Voluntad del Padre y consentir en la inmolación de la Víctima que ella misma había engendrado, se nos manifiesta como el modelo más perfecto en ofrendar a Cristo y a nosotros mismos con Él. A ella le suplicamos nos enseñe a ofrecernos juntamente con Jesús al Padre, por la salvación de todos.

En la festividad de Nuestra Señora de Merced, a los veinticuatro días del mes de septiembre del año dos mil veinte.

+ Rolando José Alvarez L.